El otro día lloré por recordar. No sólo decides parar el tiempo sino que te aventuras a girar las manecillas del reloj en dirección opuesta. Y vas al pasado. Más de una docena de años. Y no sabes si reir o llorar.
Me veía a mi sin preocupaciones. Adoraba coger una taza de manzanilla, que me quemaba los labios, mientras leía algún librito de lectura, aquellos que nos mandaba el maestro. Las historias eran más que surrealistas, y me encantaban. Volaba a un mundo que sabía que no existía, pero no me lo planteaba. Ahora no haría más que quejarme, o tildaría al autor de consumidor de estupefacientes. No sabemos soñar. Los adultos no saben ver más de una realidad; la suya.
Me veía a mi sin preocupaciones. Adoraba coger una taza de manzanilla, que me quemaba los labios, mientras leía algún librito de lectura, aquellos que nos mandaba el maestro. Las historias eran más que surrealistas, y me encantaban. Volaba a un mundo que sabía que no existía, pero no me lo planteaba. Ahora no haría más que quejarme, o tildaría al autor de consumidor de estupefacientes. No sabemos soñar. Los adultos no saben ver más de una realidad; la suya.
También me veía la mañana del sábado, cargando una enorme bolsa de patines. Me quejaba por levantarme tan pronto, pero una vez estaba en la calle, era feliz. De forma extraña, recuerdo cómo el sol quemaba mi piel. Me veo corriendo y el aire de las nueve me rozaba el cuerpo, desperezándome. Me tapaba con la capucha, y mi profesora se reía conmigo. Pensaba en su cara, y en cuanto la adoraba.
Apretaba los ojos y decidía no pensar, para ver qué aparecía por mi mente. Y en escena salía yo con lágrimas en los ojos. Porque quería superarme. La entrenadora me había chillado y no soportaba no estar a la altura. Practicaba y practicaba, y esa era mi única preocupación. Nada más. Ahora tal vez ni me habría planteado superarme de esa forma, porque seguramente estaría muy ocupada intentando lidiar con un informe o con charlar con alguien vía internet. No tengo tiempo para esas cosas, me engañaría.
Los adultos no saben organizarse. Me acordé de una conversación que tuve este verano en una pausa de trabajo. No sabían más que hablar de sueldos y de chismorreos, así que me atreví a preguntar si les gustaba leer, y se rieron de mi persona naive. ¡¡Ellos no tenía tiempo para leer!!. "Cuando tengas que poner lavadoras, trabajar, ir a buscar a los niños al colegio, ya verás cómo esas cosas no las puedes hacer". No dije nada, pero me reí para dentro. Porque sabía que se estaban mintiendo. No es que no tengamos tiempo, sino que no queremos buscarle tiempo. Tal vez yo estoy muy ocupada haciendo trabajos de la uni, asistiendo a clases, sentándome en las sillas de la academia de inglés, dando clases de patinaje, procurando tener relaciones sociales. Pero sí tengo tiempo para leer. No leo porque no quiero. Porque he pasado a darle más relevancia a otras actividades y el tiempo que me queda libre prefiero malgastarlo delante de la televisión o el ordenador. Sin embargo, sienta mejor decirse a uno mismo que no tiene tiempo, ¿verdad?
Antes eso no pasaba. Porque podías hacer todo aquello que te gustaba. ¿Por qué antes sí y ahora no? Porque realmente lo querías. Y no estabas pendiente del reloj. Ni de qué tendrías que hacer luego. Simplemente disfrutabas del carpe diem. Y lo metías dentro de esa taza ardiente de manzanilla. Y entonces bebías todas las letras del libro, en una sola tarde. Qué feliz eras, piensas ahora con nostalgia.
Y boba. Porque, ¿quién te impide no volver a ese tiempo? La tribu que Memorias de África relataba, no conocía el futuro. Contaba que si los encerrabas en prisión, morían: no entendían que en un mañana podían quedar en libertad. Al verse encarcelados en su ahora y, a la vez, en su siempre, morían. A los adultos les pasa al revés. Que sólo ven su futuro. Y se pierden en su presente. La de cosas que podríamos hacer, si de verdad quisiéramos.
¿Por qué un día decidiste dejar de ser Peter Pan? ¿Quien te dice que no puedas ser él de vez en cuando?