8/ 05/ 07. Apuntes que danzan por la calle*,
Me siento estúpida, eso lo primero de todo. Y ahora viene la explicación: el boli no combina mucho con mis complementos, y los sujetadores (ah, ¿que llevo dos?) estaban bien para la bisutería rosa inicial, no para la verde. Pero da igual; porque la gente no se fija en esas cosas. Están muy ocupados con sus mentecatas listas de qué haceres.
Si nos fijáramos en las pequeñeces, haríamos al mundo más grande; y no me cansaré de repetirlo.
Le he cogido la libreta a mi padre, que es músico. En realidad es representante; pero representante comercial. Como una amiga mía (de esas de la infancia) creyó que era un representante musical, ahora juego con eso. Así que, con el poder de la generalización, mi padre es músico.
Por eso tiene montones de libretas con pentagramas y claves de sol. Qué afición tan rara tienen los niños con dibujarlas. Recuerdo que a mí me encantaba hacerlo en la pizarra, aunque fuera alérgica a la tiza y mis dedos metamorfosearan en tomatitos al depositarlas de nuevo en la pared verde. Lo hacía de todos modos.
Voy hacia la universidad, aunque no para hacer clase. Hoy sólo tenía una hora de teoría, así que me ha parecido mejor idea quedarme en el balcón con los pechos al aire, mientras se doraban al sol y yo leía Curioso Incidente del perro a medianoche. En realidad, mis pechos seguían tan blancos como siempre sólo que, al final, para no oírme, se han teñido del color dorado de la crema del Mercadona. Siempre hay un truco oculto.
Me acaban de dar un folleto en el ferrocarril: “Habitatge i precarietat. Les lluites pels drets socials”. Y me ha hecho recordar a la política. Y a todo el rollo electoral que se ha vivido en Francia estos días. Y me da igual, la política.
No me gusta la gente que habla de ella sólo porque es lo que ha oído en la tele, o porque se lo ha dicho el vecino. En realidad, no es su opinión; lo repiten cual telegrama. Y eso es peor que lo mío.
Sin embargo, me gusta la gente que confiesa no entender una mierda, que es todo muy liado, y que nunca se lo enseñaron.
A mí me gustaría saber. Pero para eso me tendría que informar. Y es eso lo que nos da pereza. Buscar. Así que nos quedamos en el lado oscuro diciendo que, como total no cambiaremos nada, no lo intentamos. Pero no es eso; la verdad es que nos da pereza saber.
Me encantaría que alguien se sentara a mi lado ahora mismo y, en un solo trayecto, me lo contara todo. Entonces sí entendería. Pero no sé si, de todos modos, me gustaría. Ya volvemos al conformismo.
Se ha sentado un chico de unos 25 años dos asientos delante de mí; lo veo en diagonal. Cuando alguien desconocido te mira, te comportas raro. Haces como tics o ataques epilépticos, y eso siempre me ha resultado muy gracioso. Como es lo que tengo que hacer para una práctica, lo voy a observar. Preparada para la enfermedad griega.
No deja de tocarse la barbilla. Es como cuando te sale un grano subterráneo y tú te esfuerzas por tocarlo. Y es un dolor agradable, por muy masoquista que parezca. En realidad, me temo que sólo está pensando. O se aguanta la cabeza por el traqueteo del tren.
Ahora mira su reflejo en el espejo. Lo hace de forma descarada, y se coloca el pelo. Por lo menos es sincero. Hay otros que lo hacen de reojo. Pero, al fin y al cabo, todos lo hacemos, lo de mirarnos al espejo.
Me acaban de mandar un mensaje al móvil. Así que he abortado la misión de espía (tachado) de antropóloga inocente. He dedicado una parada y media para: (1) encontrar el móvil entre las mil andróminas de mi bolso industrial barra saco de dormir (de 5 plazas), (2) abrirlo (recordar: manos ocupadas con material de papiroflexia), (3) procesar el mensaje y (4) responderlo. Con todo, he perdido la pista de mi sujeto. Le acabo de decir adiós con la mirada. Me ha correspondido (es importante jugar al rol playing de esquizofrénica en las observaciones de campo), pero me ha evitado rápido. No sabe que era una despedida.
Es curioso: nos cruzamos con cientos de personas cada día que jamás volveremos a ver. Y es una pena.
Después de dos horas en el gimnasio (clase de tonificación y aeróbic), me encuentro de nuevo en el ferrocarril, aunque dirección opuesta. Un año antes, y otro gallo cantaría. Es otra de mis penas.
Todos vamos solos. Como nadie sabe para dónde mirar, CORRIJO: como todo el mundo acepta
las normas implícitas de “no mirarás al prójimo en los transportes públicos”, parece un vagón de autistas bizcos. Para no entrar dentro de este rango, tenemos a los que leen, los que duermen, y los que miran por la ventana. Más allá de eso, está el grupo citado que se dedica a mover la cabeza de un lado a otro, hasta que algún otro con el mismo papel cruza mirada con él y ambos optan por hacerse los remolones, con el movimiento de cabeza pertinente y la cara de longuis apropiada.
No me gustan demasiado las personas con reloj. Son necesarias, a veces; pero no consiguen atraerme (absurdo radicalismo en efervescencia). No es que crea que el reloj es inútil (que un poco), sino que no me gusta la doctrina de llevarlo atado a mi cuerpo, a mi muñeca. Es por eso que, a veces, de forma metafórica me pongo uno y le paro la hora. Así pienso que puedo controlarlo. O que, en realidad, no me importa.
Y no es una mentecatez (palabra rescatada de mi tonto juego de encontrar sinónimos en el Word). Y tampoco estoy diciendo que nunca mire la hora que es, porque de este modo nunca llegaría a mis citas. Lo que me horroriza es que me mande algo tan abstracto. Sólo me engaño jugando con él un poco. Aunque sepa que él va a ganar igual.
Me siento estúpida, eso lo primero de todo. Y ahora viene la explicación: el boli no combina mucho con mis complementos, y los sujetadores (ah, ¿que llevo dos?) estaban bien para la bisutería rosa inicial, no para la verde. Pero da igual; porque la gente no se fija en esas cosas. Están muy ocupados con sus mentecatas listas de qué haceres.
Si nos fijáramos en las pequeñeces, haríamos al mundo más grande; y no me cansaré de repetirlo.
Le he cogido la libreta a mi padre, que es músico. En realidad es representante; pero representante comercial. Como una amiga mía (de esas de la infancia) creyó que era un representante musical, ahora juego con eso. Así que, con el poder de la generalización, mi padre es músico.
Por eso tiene montones de libretas con pentagramas y claves de sol. Qué afición tan rara tienen los niños con dibujarlas. Recuerdo que a mí me encantaba hacerlo en la pizarra, aunque fuera alérgica a la tiza y mis dedos metamorfosearan en tomatitos al depositarlas de nuevo en la pared verde. Lo hacía de todos modos.
Voy hacia la universidad, aunque no para hacer clase. Hoy sólo tenía una hora de teoría, así que me ha parecido mejor idea quedarme en el balcón con los pechos al aire, mientras se doraban al sol y yo leía Curioso Incidente del perro a medianoche. En realidad, mis pechos seguían tan blancos como siempre sólo que, al final, para no oírme, se han teñido del color dorado de la crema del Mercadona. Siempre hay un truco oculto.
Me acaban de dar un folleto en el ferrocarril: “Habitatge i precarietat. Les lluites pels drets socials”. Y me ha hecho recordar a la política. Y a todo el rollo electoral que se ha vivido en Francia estos días. Y me da igual, la política.
No me gusta la gente que habla de ella sólo porque es lo que ha oído en la tele, o porque se lo ha dicho el vecino. En realidad, no es su opinión; lo repiten cual telegrama. Y eso es peor que lo mío.
Sin embargo, me gusta la gente que confiesa no entender una mierda, que es todo muy liado, y que nunca se lo enseñaron.
A mí me gustaría saber. Pero para eso me tendría que informar. Y es eso lo que nos da pereza. Buscar. Así que nos quedamos en el lado oscuro diciendo que, como total no cambiaremos nada, no lo intentamos. Pero no es eso; la verdad es que nos da pereza saber.
Me encantaría que alguien se sentara a mi lado ahora mismo y, en un solo trayecto, me lo contara todo. Entonces sí entendería. Pero no sé si, de todos modos, me gustaría. Ya volvemos al conformismo.
Se ha sentado un chico de unos 25 años dos asientos delante de mí; lo veo en diagonal. Cuando alguien desconocido te mira, te comportas raro. Haces como tics o ataques epilépticos, y eso siempre me ha resultado muy gracioso. Como es lo que tengo que hacer para una práctica, lo voy a observar. Preparada para la enfermedad griega.
No deja de tocarse la barbilla. Es como cuando te sale un grano subterráneo y tú te esfuerzas por tocarlo. Y es un dolor agradable, por muy masoquista que parezca. En realidad, me temo que sólo está pensando. O se aguanta la cabeza por el traqueteo del tren.
Ahora mira su reflejo en el espejo. Lo hace de forma descarada, y se coloca el pelo. Por lo menos es sincero. Hay otros que lo hacen de reojo. Pero, al fin y al cabo, todos lo hacemos, lo de mirarnos al espejo.
Me acaban de mandar un mensaje al móvil. Así que he abortado la misión de espía (tachado) de antropóloga inocente. He dedicado una parada y media para: (1) encontrar el móvil entre las mil andróminas de mi bolso industrial barra saco de dormir (de 5 plazas), (2) abrirlo (recordar: manos ocupadas con material de papiroflexia), (3) procesar el mensaje y (4) responderlo. Con todo, he perdido la pista de mi sujeto. Le acabo de decir adiós con la mirada. Me ha correspondido (es importante jugar al rol playing de esquizofrénica en las observaciones de campo), pero me ha evitado rápido. No sabe que era una despedida.
Es curioso: nos cruzamos con cientos de personas cada día que jamás volveremos a ver. Y es una pena.
Después de dos horas en el gimnasio (clase de tonificación y aeróbic), me encuentro de nuevo en el ferrocarril, aunque dirección opuesta. Un año antes, y otro gallo cantaría. Es otra de mis penas.
Todos vamos solos. Como nadie sabe para dónde mirar, CORRIJO: como todo el mundo acepta

No me gustan demasiado las personas con reloj. Son necesarias, a veces; pero no consiguen atraerme (absurdo radicalismo en efervescencia). No es que crea que el reloj es inútil (que un poco), sino que no me gusta la doctrina de llevarlo atado a mi cuerpo, a mi muñeca. Es por eso que, a veces, de forma metafórica me pongo uno y le paro la hora. Así pienso que puedo controlarlo. O que, en realidad, no me importa.
Y no es una mentecatez (palabra rescatada de mi tonto juego de encontrar sinónimos en el Word). Y tampoco estoy diciendo que nunca mire la hora que es, porque de este modo nunca llegaría a mis citas. Lo que me horroriza es que me mande algo tan abstracto. Sólo me engaño jugando con él un poco. Aunque sepa que él va a ganar igual.

El amor no se mide por el grado de sufrimiento que se siente cuando no se está con la persona amada, sino por el grado de satisfacción que se siente cuando se está con ella.
* En memoria a una chica que redactó mientras andaba y no murió en el intento.